Continuemos la historia con la crónica de la Partida 1 del juego Her Odyssey, día 29.
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Estadísticas iniciales

Estadísticas | Contadores | ||
---|---|---|---|
Vitalidad | 3 | Días favorables | 17 |
Rapidez | 2 | Días desfavorables | 11 |
Fortaleza | 4 | Esperanza | 13 |
El desafío de las cartas

Las picas sugieren bosques, acantilados, desiertos. Un cambio repentino en el clima. Restos. Una emboscada. Un juramento. Un malentendido. Dudas y desesperación. Una extraña bestia. Un enfrentamiento con la sombra del vagabundo.
Como el valor es 10, el desafío es alto.
Desarrollo
El viento aullaba con una ferocidad implacable, sacudiendo el viejo puesto de vigilancia como si intentara arrancarlo de la ladera de la montaña. El crujir de la madera y el ulular del vendaval eran los únicos sonidos que rompían el silencio de la madrugada. Saria despertó sobresaltada, con el eco de una pesadilla aún en su mente. Sus dedos buscaron a tientas su espada antes de que su conciencia terminara de anclarse a la realidad. Afuera, la tormenta continuaba su asedio sobre la montaña, y en el interior del refugio la oscuridad era apenas disipada por las brasas moribundas de la hoguera.
Veyne se removió a su lado, frotándose el rostro con las manos enguantadas.
—¿Qué hora es? —murmuró, con la voz aún áspera de sueño.
—No lo sé… —respondió Saria —.

Al incorporarse y echar un vistazo, se dio cuenta de que el lugar donde Aren había dormido estaba vacío.
—¿Aren? —llamó, su voz resonando en la estructura de madera.
Solo el rugido del viento respondió.
Kaelthar, que hasta entonces había estado acurrucado cerca del fuego, alzó la cabeza bruscamente. Sus orejas giraron en distintas direcciones antes de que su hocico se alzara, olfateando el aire con una inquietud alarmante. Saria y Veyne se apresuraron a ponerse de pie.
—No me gusta esto —dijo Veyne, tomando sus cosas demasiado tenso.
Saria apenas lo escuchó. En ese momento, Kaelthar se lanzó hacia la puerta, empujándola con su lomo hasta abrirla de golpe. Una ráfaga de viento helado invadió el refugio, llenándolo de escarcha y nieve suelta. El exterior era una cortina blanca de furia invernal. Apenas podían ver más allá de unos pocos metros. Kaelthar bajó la cabeza y se internó en la ventisca con pasos cautelosos. Saria y Veyne lo siguieron sin dudar.
El frío mordía su piel como dientes afilados, y la nieve se aferraba a sus ropas. El suelo bajo sus pies era traicionero, cubierto de escarcha resbaladiza y hielo quebradizo.
Entonces lo vieron. A pocos metros del refugio, las huellas de Aren se entremezclaban con otras más profundas. Señales de lucha. La nieve estaba revuelta, con marcas de arrastre y surcos donde algo —o alguien— había sido empujado con violencia. Y luego, la mancha oscura. Saria se arrodilló junto a la nieve manchada de rojo.
—Sangre… —murmuró, sus dedos tocando el rastro aún fresco.
Veyne se inclinó sobre ella, su expresión endurecida.
—Esperemos que todo esto no sea solo de Aren. Hay más de una persona sangrando aquí.
Kaelthar avanzó unos pasos más, su nariz rozando el suelo. Luego alzó la cabeza bruscamente y emitió un gruñido bajo. Sus ojos ámbar brillaban con un peligro latente. Luego, exhaló un gruñido que fue casi un lamento. Saria, Veyne y Kaelthar comenzaron a descender por la ladera, siguiendo el rastro borroso que la tormenta intentaba borrar. La nieve cubría rápidamente las huellas, obligándolos a moverse con prisa antes de perder toda pista. Kaelthar iba al frente, su hocico casi pegado al suelo, sus orejas en alerta máxima. El lobo se detenía de vez en cuando, levantaba la cabeza y olfateaba el aire con un resoplido frustrado. Veyne caminaba con el arco en mano, una flecha preparada y Saria, a su lado, mantenía la empuñadura de su espada firme en su agarre. No pronunciaban palabra. No era necesario.
El sendero descendía en un camino irregular, bordeando una hondonada donde el viento se acumulaba, convirtiendo la nieve en un torbellino de cristales helados. Saria casi choca contra Kaelthar la pararse en seco. Frente a ellos, entre las sombras de los árboles, había más rastros. Eran huellas grandes, pesadas, que no podían pertenecer a Aren. Veyne chasqueó la lengua y se arrodilló junto a una de ellas, removiendo la nieve con el dorso de su guante.
—Esto no es un animal —dijo en voz baja.
Saria se inclinó para ver mejor. La huella era ancha, más de lo que un pie humano normal debería ser. Y tenía una profundidad que indicaba el peso de alguien—o algo—que superaba por mucho el de una persona común. Kaelthar gruñó de nuevo, sus patas clavadas en la nieve.
—Nos están llevando a algún lado —susurró Saria, su mirada recorriendo el camino de huellas hasta perderse en la tormenta.
Veyne asintió, apretando la mandíbula.
—No sé si esto es una trampa o simplemente no les importó que los siguiéramos.
En la espesura sonó un chasquido y ambos se quedaron en silencio, girándose inmediatamente con las armas prestas. Kaelthar se encorvó, con el lomo erizado y los colmillos descubiertos en un gruñido de advertencia. La tormenta rugió con más fuerza. Y entonces, una voz.
—No deberían haber venido…
La frase se perdió entre el viento, pero Saria la escuchó con claridad. No era la voz de Aren. Era profunda, gutural. De repente, un par de ojos brillaron en la oscuridad.
Saria apenas tuvo tiempo de reaccionar antes de que la figura en la sombra se moviera. Un rugido sordo se alzó sobre el silbido del viento y, de la neblina de nieve, emergió un coloso. Su silueta era humanoide, pero su tamaño superaba cualquier expectativa. Unos ojos brillaban en la penumbra, reflejando la luz como los de una bestia.
—¡Cuidado! —gritó Veyne, disparando su flecha.
El proyectil voló con precisión, cortando la ventisca, pero en el último instante, la criatura giró con una velocidad antinatural. Hubo un chasquido seco. La flecha rebotó en algo duro. La criatura avanzó. Su piel parecía estar cubierta de placas endurecidas, como una armadura natural formada por costras oscuras y fracturadas. En su mano, sostenía algo largo y grueso—un arma improvisada, quizás un trozo de madera ennegrecido por el fuego. Kaelthar lanzó un aullido feroz y se abalanzó. Sus garras se hundieron en la nieve, su cuerpo lobo moviéndose con la agilidad de un depredador experimentado. Saltó, apuntando al cuello de la criatura.

Pero el enemigo era más rápido de lo que parecía. Con un movimiento brutal, el coloso giró su arma y golpeó a Kaelthar en el aire. El impacto lanzó al lobo varios metros hacia atrás. Un gemido de dolor escapó de su garganta mientras rodaba en la nieve. Saria apretó los dientes y corrió hacia el enemigo, su espada brillando con la luz del día difuso. Se deslizó sobre el hielo en el último momento y cortó con fuerza hacia su costado. La hoja encontró resistencia, como si hubiese golpeado piedra. La criatura gruñó y respondió con un golpe descendente. Saria apenas pudo levantar su espada a tiempo para bloquearlo. El impacto fue como una campanada de metal contra metal. Sus brazos temblaron con la fuerza del choque.
Veyne disparó otra flecha, esta vez apuntando a la articulación de su rodilla. El proyectil se clavó, pero la criatura no cayó. Apenas pareció sentirlo.
—¡No es un simple gigante! —gritó Veyne.
La criatura rugió nuevamente, y algo le respondió en la distancia. Un segundo rugido.
Saria saltó hacia atrás justo a tiempo para esquivar otro golpe de la criatura. Era demasiado fuerte. Su espada no podía atravesar su piel endurecida, y cada impacto la dejaba con los brazos entumecidos. Kaelthar, sacudiendo la nieve de su pelaje, se reincorporó con una ligera cojera, sus colmillos descubiertos en un gruñido de frustración. No podían ganar esta pelea.
Vamos a ver con fortaleza si el gigante los ayuda o no.
Tirada de dados: 1, 2, 2 y 4.
¡Éxito absoluto!
Entonces, Veyne hizo algo inesperado.
—¡¿Dónde está Aren?! —gritó.
Su voz se elevó por encima del rugido del viento, un desafío dirigido directamente a la bestia que tenían enfrente. La criatura se detuvo. Por un instante, su enorme cuerpo se quedó inmóvil, sus ojos brillantes fijos en Veyne. Algo en su postura cambió.
—¡Aren! —gritó Saria con todas sus fuerzas—. ¡¿Qué le habéis hecho?! ¡¿Dónde está?!
El segundo rugido, el que habían escuchado en la distancia, volvió a sonar. Esta vez, más cerca. El gigante frente a ellos giró lentamente la cabeza, como si escuchara una orden. Luego, emitió un gruñido bajo, gutural, pero no atacó. Kaelthar, aún jadeante, se acercó lentamente a Saria y Veyne, sin apartar los ojos del coloso.
—Nos ha entendido —dijo Veyne en voz baja—. Pero no sé si eso es bueno o malo.
El segundo gigante apareció entre la ventisca. Era igual de enorme, su piel endurecida por la misma costra oscura, pero había algo diferente en él. Su torso tenía cicatrices profundas, como si hubiera sido golpeado una y otra vez por algo afilado. Y en su mano llevaba algo colgando. Un abrigo, el abrigo de Aren.
—¡¿Dónde está?! —gritó de nuevo Saria.
El segundo gigante inclinó la cabeza. Luego, con un movimiento sorprendentemente pausado, levantó su brazo y señaló hacia la ladera cubierta de nieve.
—Nos están mostrando el camino.— dijo Veyne intercambiando una mirada con Saria.
Saria, Veyne y Kaelthar intercambiaron una última mirada. No había otra opción.
Sin bajar las armas, sin apartar los ojos de los gigantes, comenzaron a avanzar hacia la dirección señalada. El viento seguía azotando la montaña. Los colosos no los atacaban. Se mantenían en su lugar, como centinelas de piedra, observándolos con una quietud inquietante. El abrigo de Aren aún colgaba de los dedos del segundo gigante. Cuando pasaron a su lado, la criatura simplemente lo dejó caer. Saria lo atrapó antes de que tocara la nieve. Estaba rasgado y manchado de sangre.
Kaelthar olfateó el abrigo y gruñó bajo. El rastro de Aren seguía ahí.
—Si nos llevan a una trampa, no podremos retroceder —murmuró Veyne.
—Si Aren está ahí, no hay otro camino —respondió Saria con firmeza.
Con pasos cautelosos, descendieron por la ladera, siguiendo un sendero cada vez más angosto. Los gigantes los acompañaban, en silencio, sin atacarlos. Cuando llegaron a lo que parecía un camino sin salida, uno de los gigantes se adelantó y rodeó lo que parecía un cúmulo de rocas ennegrecidas por el tiempo. Entonces vieron la entrada de una caverna, una sombra oscura en la nieve blanca oculta a aquellos ojos que no sabían encontrarla. Kaelthar se adelantó, sus patas apenas haciendo ruido sobre la nieve. Su hocico se movía de un lado a otro, inquieto.
A llegar a la entrada escucharon un sonido dentro de la caverna que reverberaba hasta la salida. Una respiración. No era el rugido de una bestia, ni el eco de un monstruo. Era un jadeo áspero y cansado.
—¡Aren! —susurró, y sin poder contenerse entró precipitadamente en la oscuridad.
La caverna era amplia, con paredes rugosas cubiertas por una delgada capa de escarcha. La luz exterior apenas penetraba en su interior, dejando el ambiente en penumbra y un frío más profundo que el de la tormenta. Entonces lo vieron. Aren estaba sentado contra una roca en el fondo de la cueva, con los brazos cruzados sobre las rodillas y una expresión agotada en el rostro. Su abrigo faltante explicaba el leve temblor en su cuerpo. Pero lo más importante… estaba vivo.
—¡Aren! —Saria corrió hacia él, dejando que el alivio la dominara por un instante.
El joven alzó la cabeza con una mueca, su sonrisa a medias entre la diversión y el cansancio.
—¡Habéis tardado una eternidad! —dijo con voz ronca.
Veyne se acercó con el ceño fruncido.
—¿Qué demonios estabas pensando? ¿Irte en medio de la tormenta sin avisar?
Aren suspiró y apoyó la cabeza en la roca detrás de él.
—Si te digo que fui al baño, ¿me crees?
Veyne parpadeó.
—… ¿Qué?
—Sí. Me desperté en mitad de la noche, no quería hacer mis necesidades dentro de la cabaña, así que salí —explicó Aren con calma—. Y cuando estaba ahí afuera… algo me atacó.
Kaelthar gruñó.
Saria sintió que el alivio se desvanecía.
—¿Algo? ¿Qué era?
Aren se pasó una mano por el cabello mojado.
—No sé. No lo vi bien. Era… una sombra. No tenía forma, pero se movía rápido. Lo sentí detrás de mí y, cuando giré, intentó atraparme. No sé cómo explicarlo, pero no usaba manos ni armas… era como si la oscuridad misma intentara envolverme.
Saria apretó la empuñadura de su espada.
—¿Y entonces?
Aren se encogió de hombros.
—Corrí. No iba a volver a la cabaña, no iba a poneros en peligro. Así que huí al bosque, intentando alejarme lo máximo posible de vosotros.
Veyne exhaló despacio.
—Y terminaste en la cueva de los gigantes de piedra.
Aren asintió.
—Cuando nos encontramos me asusté una barbaridad, pero como no llevaba armas, solo pude quedarme quito delante de ellos. Entonces les conté lo que me había pasado y se ofrecieron a buscaros. El abrigo se lo di para que supiéseis que iban de mi parte, aunque ahora que lo pienso, tal y como estaba el abrigo quizás os causaron una impresión equivocada…
Saria y Veyne intercambiaron una mirada. La verdad es que encontrarse un gigante en mitad de la noche que lleva un abrigo ensangrentado de un amigo desaparecido no da la impresión de que la criatura esté intentando ayudarte… pero también es cierto que los gigantes en ningún momento los atacaron, solo se defendieron.
Kaelthar gruñó otra vez. Se giró hacia la entrada, olfateando el aire con desconfianza.
—Si lo que te atacó sigue ahí afuera… puede que no haya terminado contigo.— dijo Saria.
Aren la miró con seriedad, haciendo un gesto afirmativo con la cabeza.
Saria se volvió hacia la entrada de la cueva, donde las dos enormes figuras de los gigantes de piedra se mantenían en silencio. Sus cuerpos masivos parecían esculpidos por el tiempo, cubiertos de placas endurecidas por el frío y las cicatrices del pasado. No eran agresivos, pero tampoco parecían comunicativos. Kaelthar se mantuvo cerca de Aren, su lomo aún erizado por la desconfianza.
—Vosotros… —Saria dio un paso adelante, el eco de su voz resonando en la caverna—. Quiero pediros perdón por la confusión de antes, no sabíamos que estábais intentando ayudar a nuestro amigo. — El primer gigante inclinó la cabeza levente — Necesitamos nuevamente vuestra ayuda… ¿sabéis qué es la sombra que atacó a nuestro amigo?
El segundo, el que había llevado el abrigo de Aren, movió sus labios agrietados y dejó escapar una voz profunda, antigua como la misma montaña.
—La Sombra Vieja.
Saria y Veyne intercambiaron una mirada.
—¿La Sombra Vieja? —repitió Veyne con el ceño fruncido—. ¿Qué significa eso?
El gigante hizo una pausa, como si buscara las palabras adecuadas en su lengua limitada.
—No es bestia ni hombre. No es cuerpo.
Aren tragó saliva.
—¿Entonces qué es?
El otro gigante, el de los ojos brillantes, habló esta vez.
—Es hambre.
Todo quedó en silencio. Solo se escuchaba el eco lejano del viento rugiendo en la entrada de la caverna.
Veyne fue el primero en hablar.
—¿Se le puede matar?
Los gigantes no respondieron de inmediato. Luego, el segundo inclinó la cabeza levemente.
—La Sombra no muere. Se aleja. Se esconde. Regresa.
No era la respuesta que querían escuchar.
—¿Cómo la alejamos?— preguntó Saria.
Los gigantes intercambiaron una mirada. Luego, el primero alzó su enorme mano y la posó contra la pared de la caverna. La roca tembló con el movimiento.
—Luz.
—Entonces necesitamos fuego —dijo Aren, frotándose las manos para calentarlas.
Saria sintió un atisbo de esperanza. Si la sombra no soportaba la luz, quizás podían enfrentarse a ella.
El gigante arrancó un trozo de piedra de la pared de la caverna y extendió su mano lentamente hacia ellos. En su palma, una piedra del tamaño de un puño emitía un brillo rojizo, cálido.
—Fuego de la montaña.
Saria tomó la piedra con cuidado. Estaba caliente.
—Esto nos servirá.
Veyne sonrió levemente.
—Bien. Entonces no estamos indefensos.
El sonido del viento en la entrada de la caverna cambió, y una sombra más oscura que la misma noche deslizó sus garras en el umbral de la caverna.

El segundo gigante arrancó otro trozo de pared de la caverna, esta vez bastante más grande que el que le había dado a Saria, y lo puso sobre la palma de su mano, emitiendo un resplandor alrededor del gigante. Avanzó con confianza hasta la entrada de la caverna. Allí, la oscuridad temblaba. No tenía forma definida, pero algo en su interior palpitaba.
Kaelthar gruñó bajo, con las orejas aplastadas contra su cráneo. La Sombra esperaba, acechando, y a medida que el gigante se acercaba a ella, la sombra retrocedía, como si la luz de la piedra la dañase.
Aren se puso de pie con una mueca, sacudiendo la nieve de su ropa. Todavía estaba débil, pero listo para seguir.
Veyne, con una flecha preparada, miró a los gigantes y asintió.
—Gracias.
El gigante de los ojos brillantes inclinó su enorme cabeza.
—No caminen por el bosque de noche.
Saria, con la piedra en la mano, se giró hacia la salida. El fuego parpadeó en su palma, proyectando sombras que parecían bailar sobre la pared.
—Nos han salvado la vida. —Su voz era firme, pero sincera—. No lo olvidaremos.
El segundo gigante dejó escapar un sonido grave, un gruñido bajo que se perdió en el eco de la cueva.
—La montaña recuerda.
Con paso cauteloso, Saria avanzó fuera de la cueva. La sombra se encogió, deslizándose sobre la nieve como una marea oscura que temía la orilla del fuego. Veyne y Aren la siguieron de cerca. Kaelthar, el último en salir, mantuvo los ojos clavados en la Sombra, con los colmillos descubiertos en un gruñido amenazante. Tenían que salir de la montaña antes de que la luz de la piedra se desvaneciese.
El aire cambió cuando dejaron atrás las montañas. El frío implacable comenzó a ceder, dando paso a un clima más húmedo y cargado de sal. La costa estaba cerca. Pero antes de llegar, necesitaban detenerse. Aren ya no cojeaba tanto, pero sus movimientos seguían siendo torpes. El esfuerzo de la huida, el frío y la falta de descanso lo habían agotado. Saria no iba a arriesgarse a seguir adelante sin atender sus heridas.
Veyne encontró un claro resguardado entre unos árboles bajos, donde el suelo era de tierra firme en lugar de nieve. Allí montaron un pequeño campamento. La hoguera ardía con fuerza cuando Aren se dejó caer pesadamente sobre una manta extendida en el suelo.
—No me quejo —murmuró—, pero podríamos haber encontrado una posada, ¿no?
Saria le lanzó una mirada de advertencia mientras sacaba un frasco de ungüento medicinal.
—Si prefieres que te curemos en mitad de un pueblo lleno de desconocidos, dime —dijo mientras se arrodillaba junto a él.
Aren levantó las manos en gesto de rendición.
—No, no. Aquí está bien.
Veyne se sentó junto al fuego y sacó su cuchillo para afilar una flecha.

—No parece que la Sombra nos haya seguido —comentó—. Pero… ¿y si regresa?
Todos quedaron en silencio, deseando que esa posibilidad no se cumpliera. Kaelthar, que estaba tumbado junto a la hoguera, levantó la cabeza. Sus orejas giraron ligeramente, atentos a cualquier sonido. No había nada. Solo el crepitar del fuego y el murmullo del viento.
Saria aplicó el ungüento en una de las heridas de Aren. Era un corte poco profundo en su costado, pero si no lo atendían, podía infectarse.
—Eso arde.— siseó Aren.
—No te quejes. Pudo ser peor.
Aren suspiró y cerró los ojos por un momento.
—Sí… pudo ser peor.
Cuando terminó de sanar las heridas de Aren, Saria miró la piedra de fuego que los gigantes les habían dado. Aún brillaba tenuemente.

Estadísticas finales
Tiradas de dados: 9. Puntuación Omén: 10. Día desfavorable.

Estadísticas | Contadores | ||
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Vitalidad | 4 | Días favorables | 17 |
Rapidez | 3 | Días desfavorables | 12 |
Fortaleza | 4 | Esperanza | 13 |
Al final las apariencias engañan y casi la liamos parda atacando a los gigantes…
Hasta luego, gente!
Her Odyssey. Partida 1. Día 28. Ecos en la tormenta.
El viento azotaba la costa con una ferocidad inusual. Las olas se rompían contra las rocas, lanzando espuma y sal…
Her Odyssey. Partida 1. Día 30. Antes del mar.
La primera luz del amanecer filtró su resplandor anaranjado entre los árboles. El fuego se había reducido a brasas humeantes,…