Saria miró al cielo. La luna pendía en lo alto, bañando las ruinas emergidas en un resplandor pálido, casi irreal. Era medianoche. El destino los había guiado hasta este momento y la ciudad los estaba esperando.

Jugando en solitario, y mis gatos
Saria miró al cielo. La luna pendía en lo alto, bañando las ruinas emergidas en un resplandor pálido, casi irreal. Era medianoche. El destino los había guiado hasta este momento y la ciudad los estaba esperando.
Saria se despertó con un sobresalto. A su lado, Veyne también se removió, parpadeando con el ceño fruncido. Cuando miró al camastro de Aren… ya no estaba acostado. Estaba sentado en en el catre, con la espalda recta, los ojos abiertos y vidriosos, clavados en un punto indefinido en la pared.
Cuando los primeros rayos del sol comenzaron a teñir el horizonte de tonos dorados y anaranjados, Veyne finalmente cedió al agotamiento. Su cuerpo ya no podía pelear más contra el vaivén del barco, y se quedó profundamente dormido en el pequeño camarote que compartía con Saria. Ella lo miró por un momento, divertida. El hombre que siempre tenía una respuesta afilada, siempre en guardia, ahora dormía profundamente, con el ceño relajado. Con una sonrisa, se levantó con cuidado y salió del camarote.
El sol del mediodía bañaba la costa con su luz abrasadora cuando Saria, Veyne y Kaelthar llegaron a su destino. Frente a ellos, la Bahía de los Condenados se extendía como una cicatriz en la tierra. Era una ciudad grande y bulliciosa, pero sucia. Las calles eran un caos de tablones de madera carcomida y calles de arena pisoteada. Las casas se alzaban unas sobre otras, improvisadas, construidas con más desesperación que técnica. Un laberinto de callejones oscuros, pasarelas de madera tambaleantes y muelles repletos de barcos en peor estado que las casas.
El amanecer llegó demasiado rápido. Saria se levantó con la salida del sol, sin necesidad de ser despertada. Veyne se estiró con un quejido.
El sol apenas despuntaba en el horizonte cuando se pusieron en marcha. Veyne todavía estaba débil, así que viajó sobre Kaelthar, dejando que la bestia hiciera el esfuerzo por él. Saria caminaba a su lado, su mente fija en lo que vendría después: llegarían a la costa, buscarían un barco y navegarían hace la Ciudad Hundida.
El amanecer trajo consigo el peso de la realidad. No tenía margen de error. Debía entrar en Velmanar cono una viajera más, como si no hubiese estado huyendo, como una viajera más. Ató su daga con firmeza contra su pierna, debajo de su ropa. No podía entrar armada a plena vista. Envolvió la perla en un trozo de tela dentro de su bolsa, para evitar robos indeseados. Se aseó un poco, usando el agua de su cantimplora, y se peinó. Ahora ya tenía el aspecto de una viajera, pero no de una pordiosera.
Saria despertó sobresaltada, con la risa de Lysandre aún resonando en su mente. Aren y Veyne no habían acudido, no habín escapado, y si no actuaba pronto, podría perderlos para siempre. Se sentó en silencio junto a Kaelthar, observando la luz dorada filtrarse entre las hojas del bosque. Mientras más lo pensaba, más se hundía en la culpa. Los había dejado atrás.
Saria se despertó con la determinación de contarle todo a Edric. La existencia de la perla, Kaelthar, su fiel protector, qué es lo que estaban buscando y como habían conseguido reunir toda esa información… Ya no había vuelta atrás. Si iban a seguir con él, debía conocer cada parte de la historia.
Cuando el sol comenzó a despuntar en el horizonte, Edric aún no había llegado. Saria despertó con los primeros rayos de luz y, tras estirarse, miró el camino vacío.
Saria, Veyne y Aren se levantaron temprano, listos para explorar los restos del barco hundido. Sabían que la marea baja no duraría todo el día, y si querían encontrar algo, tenían que actuar rápido.
El trayecto no fue fácil. Para llegar hasta la ensenada donde descansaban los restos de la embarcación, tuvieron que atravesar un terreno rocoso y traicionero, siguiendo senderos angostos que zigzagueaban por los acantilados
El sol apenas comenzaba a iluminar las calles del pueblo cuando Saria, Veyne y Aren bajaron a desayunar al salón de la posada. La noche había sido tranquila, pero la relación entre Saria y Veyne ya no era la misma. Saria estaba cada vez más cálida con él. Veye, por su parte, le robaba toques sutiles a su mano cuando nadie miraba, inclinaba su cabeza un poco más cerca cuando le hablaba, y, de vez en cuando, su sonrisa tenía un matiz que solo ella entendía.