Apothecaria. Partida 1. Primavera. Semana 4

Vamos a continuar la partida 1 del juego Apothecaria. Ya estamos en la semana 4. Por ahora todo bien, pero no conocemos a casi nadie de High Rannoc.

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La cuarta semana comienza.

Estado de la partida.

Apothecaria. Partida 1. Elaria

Nombre: Elaria.
Reputación: 8
Dinero: 64
Fecha: cuarta semana de la primavera.

Objetos:

  • Un caldero para hervir ingredientes
  • Un alambique para destilar ingredientes
  • Un mortero para triturar ingredientes

Planteamiento de la semana

🧍 Carta de visitante: 4 de diamantes
🦠 Carta de enfermedad: 8 de corazones
🐛 Enfermedad: Borrachera. Atacado por un vampiro, el afectado ha caído en una borrachera peligrosa. Además, ahora deja la ventana abierta por la noche y se ha resfriado.
⚠️ Consecuencia: Se escapa con su amante vampírica. Escribe sobre cómo les va a ellos y a ti.
⚗️ Detalles de la cura: [SANGRE⭐] [FRÍO⭐] [SENTIDOS⭐⭐]
⌛ Tiempo límite: 8
🌿 Ingredientes para la cura: Cynic Ivy ⭐⭐⭐ y Deep Reed ⭐(ambos en el Lago del Deshielo), y Nest Scraps ⭐ (Montaña de la Luna Quebrada)

Desarrollo

Era una noche de viento irregular. Las brasas crepitaban con desgana en el hogar, y las sombras se estiraban por la estancia como si quisieran abandonar la casa. Elaria limpiaba el borde de un frasco con un trapo áspero cuando una llamada a la puerta interrumpió la quietud.

No fue un toque insistente, sino uno seco, torpe, como quien duda hasta el último momento si realmente desea ser recibido.

Se acercó con cautela, envolviéndose en una bata de lino y cruzando la sala en zapatillas, abrió la puerta. Frente a ella, envuelta en una capa irregular de hilos verdes y musgo seco, bajo un sombrero empapado por la niebla y con las botas enlodadas, se alzaba una mujer de rostro anguloso, mirada intensa y manos heladas.

—Aelwen… —susurró Elaria, como si decir su nombre en voz alta no estuviese permitido.

Su prima, largamente ausente desde su exilio por prácticas botánicas «impropias», se mantenía de pie por pura obstinación. Sus ojos estaban ojerosos, pero ardían con una alarma más profunda que la fatiga.

—Necesito tu ayuda —dijo sin preámbulo, la voz áspera por el polvo y la preocupación.—Él… está cambiando —murmuró—. Mi hijo. Dice que oye voces cuando duerme y hoy le encontré hablando en lengua de ceniza, con la boca llena de pétalos secos.

Elaria no respondió enseguida. Observó cómo Aelwen se aferraba al umbral cansada, sucia y orgullosa.

—Entra. El viento arrastra cosas que no deberían oírse desde fuera.

Apothecaria. Partida 1. Semana 4. La prima

Aelwen pasó como una sombra, sin preguntar más. Se sentó en el banco bajo la ventana, desde donde aún se veía la silueta del Lago del Deshielo bajo la luna menguante. No necesitaban muchas palabras. Había hilos antiguos entre ellas, tejidos antes del exilio, antes del silencio.

Elaria avivó el fuego, sirvió infusión de bardana, y subió al desván para preparar un catre.

La infusión aún humeaba cuando Elaria se sentó frente a su prima. Aelwen mantenía las manos apretadas sobre el regazo, los nudillos pálidos por la tensión. Afuera, los primeros cantos de zorzales comenzaban a rasgar la bruma.

—Necesito que me lo cuentes todo —dijo Elaria suavemente—. Desde el principio. No puedo ayudarte si no sé a qué nos enfrentamos.

Aelwen inspiró hondo. Cerró los ojos un momento y tras un largo suspiro, comenzó su historia.

—Comenzó hace doce días. Lo escuché primero por la noche, un zumbido leve, como viento que se filtra bajo la puerta. Mi hijo
Seilan se despertó y dijo: “El lago está cantando”. No le di importancia porque pensé que era un sueño. — Hizo una pausa y volvió a suspirar antes de continuar. — Pero los días siguientes lo vi colocando ramitas bajo la almohada. Siempre impares: tres, cinco, siete. Al día siguiente, se negó a entrar en casa si no apagábamos todas las velas. Dijo que «la luz dolía en el agua».

Elaria anotó mentalmente cada detalle de la historia: ramitas impares, luz que duele, canto en el lago…

—¿Y después?

—Una mañana lo vi con los labios manchados de azul. No sabía decirme qué había comido, pero su voz era… distinta, como más grave de lo habitual. Sus palabras se entrecortaban como si tuviera que recordarlas de lejos. Pero lo peor fue hace dos noches. Lo encontré junto al pozo, murmurando algo. Cuando me oyó, me miró como si no me conociera, pero pude ver que tenía los ojos llenos de lágrimas.

El silencio se instaló entre ambas. Solo el crepitar de una brasa que colapsaba y el gorjeo de una alondra lo cruzaban.

—¿Crees que algo lo está poseyendo? —preguntó Aelwen, al borde del temblor.

Elaria negó suavemente con la cabeza.

—No. O no exactamente. Creo que alguien lo está visitando por las noches, alguien no muy recomendable, y si no le ponemos remedio pronto, tal vez no lo vuelvas a ver.

Los ojos de Aelwen se entrecerraron, primero con desconcierto, luego con una sospecha que no se atrevía a pronunciar.

—He leído mucho sobre esto.— continuó Elaria — Señales parecidas. Niños que hablan lenguas que no conocen, que rechazan la luz, que escuchan cantos donde solo hay viento. Labios azules, sueños alterados, lágrimas sin causa aparente… Son síntomas de una enfermedad que los aldeanos temen más que nombran. En realidad, no es solo una fiebre, es un vínculo. Una marca.

—¿Marca de qué? —preguntó Aelwen, aunque ya comenzaba a entender.

—De presencia vampírica.

El silencio fue inmediato. Aelwen contuvo la respiracion. Elaria pudo oír cómo el vapor de la infusión rozaba el borde del barro cocido.

—Eso no es posible —susurró Aelwen, clavando la mirada en la mesa—. No puede ser eso. Mi hijo Seilan no, no dejaría entrar a un ser así.

—A veces no es a propósito —respondió Elaria con suavidad—. A veces con que te sientan débil, curioso o solo, consiguen colarse en tu vida…

Aelwen apretó los puños y negó con la cabeza, apenas moviéndola.

—No. No. Yo lo habría notado. Lo habría sabido.

Elaria no respondió. Aelwen la miró y la obstinación dio paso a la duda. Sus labios temblaron y sus ojos comenzaron a llenarse de lágrimas gruesas y toscas.

—No quiero perderlo —dijo entre sollozos—. No a él. Ya lo perdí todo.

Elaria se levantó con lentitud, rodeó la mesa y la abrazó. Aelwen no se resistió. Lloró sobre su hombro como una mujer que ha sido fuerte demasiado tiempo.

—Aún no lo has perdido —le susurró Elaria—. Pero tenemos que actuar rápido. Necesito recolectar ingredientes para la cura que no son fáciles de encontrar, pero si todo sale bien, podré traer algo que lo libere.

Aelwen se separó, limpiándose el rostro con el dorso de la manga.

—Volveré a casa. Me quedaré junto a él hasta que regreses y cerraré todas las ventanas. No dormiré ni le perderé de vista ni un momento, no mientras esa cosa le siga rondando.

—Hazlo —dijo Elaria, tomando sus manos con firmeza—, pero no le muestres miedo. Si siente tu temor, puede que no te escuche cuando lo necesites. Hazle sentir que es tú eres la que tiene el control.

Aelwen asintió, y aunque el temblor en sus dedos no se detuvo, su rostro ya reflejaba solo pena. Tambien había decisión. Una madre en guerra.

Afuera, la bruma comenzaba a levantarse con los primeros rayos del sol.

Hacia la Montaña de la Luna Quebrada

El sendero que conducía a la Montaña de la Luna Quebrada estaba anegado por la lluvia reciente, y los helechos se enroscaban en torno al paso, dificultando el paso de los visitantes. Elaria avanzaba despacio, bastón en mano, las faldas arremangadas hasta la pantorrilla y la mirada fija en los riscos superiores. Sobre ella, Thiriel planeaba suavemente con los ojos atentos, resplandecientes como ámbar al sol.

Apothecaria. Partida 1. Semana 4. La oveja

Al girar hacia el norte, el sendero se hizo más angosto. Entonces, oyeron un balido ahogado, reverberando dentro de una grieta cubierta de musgo. Rápidamente fueron hacia el origen del sonido, y al acercarse encontraron una cueva baja llena de helechos, en la que una oveja de lana oscura se agitaba con ansiedad. Cuando la vio, la oveja corrió hacia ella con confianza, como si la reconociera. Llevaba una campana rota colgando del cuello y una cinta azul deshilachada en una pata trasera.

Elaria suspiró.

—Claro. Tú también te has perdido.

Recordó que el rebaño de los Berhen pastaba en el lado sur de la montaña, y supuso que el pobre animal se habría despistado. Dejarla sola en esa cueva significaba exponerla al frío o a los lobos. Tardaron más de lo previsto, ya que tuvieron que retroceder para devolver el animal a su legítimo dueño. Pero al menos el animal volvió a su corral entre las risas agradecidas del pastor y el mordisco entusiasta de la oveja sobre su capa.

Ya de vuelta a la montaña, avanzaron por una zona distinta. En ella, las enredaderas que cubrían la ladera se deslizaban por las piedras como líquenes viejos, pero ninguna mostraba las hojas metálicas de la Cynic Ivy. Elaria trepó un saliente húmedo, apartando musgo y ramas, dejando que sus dedos tantearan el borde de las grietas. Thiriel, más ágil, sobrevolaba el lugar lentamente, dejando escapar de vez en cuando una bocanada de aire tibio que hacía vibrar las hojas cercanas.

—Nada aún —suspiró Elaria, sentándose en una roca para observar con más perspectiva.

El tiempo pasaba. El sol ya no estaba tan alto y las sombras en la montaña se alargaban demasiado deprisa.

Cuando por fin divisó algo con brillo metálico enredado cerca del borde de un acantilado, descendió hasta allí solo para descubrir que no era Cynic Ivy, sino una escama que a saber cómo había llegado hasta allí. Thiriel se posó a su lado y estiró una garra sobre el suelo. Escarbó un poco, olfateó, y luego sacudió la cabeza con un silbido resignado.

—Falsa alarma. Tendremos que seguir buscando. —murmuró Elaria.

El sendero se estrechaba entre rocas cubiertas de líquenes cuando Elaria se detuvo. Entre dos bloques inclinados, cubierto de musgo plateado, surgía el viejo santuario de Irdranel, la diosa menor de la constancia en el ascenso. Era poco más que una piedra tallada con una espiral doble, rodeada de raíces secas atadas con hilo rojo, pero seguía siendo un lugar mágico, del que emanaba una paz sosegada.

Elaria se quitó el guante derecho y apoyó los dedos en la roca, a modo de saludo respetuoso. La tradición era simple: quien pasara debía dejar algo que haya llevado durante más de un día entero, y prometer que volvería a subir. Ella dejó un pequeño broche de hueso con una piedra gris en el centro que utilizaba a veces para sujetar su capa. Thiriel no hizo ningún gesto ritual, pero se tumbó junto al santuario, cerrando los ojos como si también quisiera recordar algo antiguo.

Antes de continuar, Elaria repasó el mapa mental de la región, recordando lo que su maestra solía decir: «la Cynic Ivy crece donde la piedra no se calienta nunca, ni siquiera en primavera». Thiriel se adelantó, planeando en espiral sobre una grieta profunda en el risco oriental. Allí, al borde de una pared vertical sombreada, el dragón se detuvo y soltó una bocanada de humo para avisar a Elaria. Ella se deslizó por un saliente rocoso, las manos agarradas a raíces secas y piedras húmedas para llegar junto a él. Y allí, entre una costra de musgo negro, la vio.

Las hojas eran angulosas, de un verde opaco con vetas grises y con un reflejos metálico azulado. No tenía flores, solo tallos retorcidos sobre ellos mismos.

Elaria cortó tres ramitas con delicadeza, usando su cuchillo de hueso tallado. Las depositó en una bolsita de lino encerado y la guardó dentro de su zurrón.

—Por fin —murmuró—. Uno menos.

Thiriel estiró el cuello y le dio un suave empujón en el hombro con la nariz.

Hacia el Lago del Deshielo

Elaria y Thiriel descendieron por una ruta lateral, bordeando un barranco cubierto de líquenes brillantes. La luz ya caía casi perpendicular sobre las laderas cuando el sendero se abrió en una planicie natural donde los árboles estaban cortados con cierto orden. Desde lejos vio las sombras alargadas de cinco figuras sentadas en torno a un fuego bajo. El olor a leña mojada y especias quemadas llenaba el aire.

Uno de ellos levantó la mano al verla.

—¡Bienvenida al Campamento Base de las Montañas de la Luna Quebrada! ¿Quieres cenar con nosotros? Aún queda algo de guiso.

Elaria asintió en silencio y se sentó en un espacio libre, cruzando las piernas. Thiriel se acomodó tras ella, cerrando los ojos, exhausto.

La olla chisporroteaba sobre piedras negras.

— Esto lleva carne de ciervo, cebolla seca y algo de tomillo. — le dijo uno de los hombres mientras vertía una porción en un cuenco de madera y se lo pasaba. El vapor era agradable y el sabor, sorprendentemente bueno.

Durante un rato, todo fueron historias y carcajadas: pasajes derrumbados, trampas ridículas, fantasmas que resultaron ser murciélagos. Cuando el cansancio se apoderó de todo el grupo y las palabras comenzaron a escasear, Elaria giró ligeramente el rostro hacia la mujer sentada a su izquierda. De piel curtida y sonrisa callada, era la que parecía menos inclinada a exagerar.

—¿Cómo sobrevivisteis al Eco Inverso de las bóvedas de Hero’s Hollow?

La mujer no respondió enseguida. Luego, casi susurrando, respondió:

—Por poco no salimos de allí. El truco está en no hablar, ni siquiera pensar en voz alta. Aquello repite tus palabras hasta que no sabes cuál es tuya.

Elaria asintió en silencio y anotó mentalmente el consejo. “Nunca pronuncies tu nombre dentro de Hero’s Hollow.” Podría ser útil, algún día.

El fuego bajó. El silencio se impuso y poco a poco, todos se echaron a dormir.

Apothecaria. Partida 1. Semana 4. El campamento

El canto de un petirrojo anunció la mañana. Los aventureros se levantaron sin ruido, recogiendo mantas, cuerdas y utensilios. Unas pocas palabras cruzadas y un apretón de manos fue todo lo que demoraron su partida al despedirse de Elaria.

Cuando ella terminó de poner en orden sus cosas, vio algo a un lado del círculo de piedras: un pequeño frasco con líquido espeso, olvidado. Lo alzó y leyó la etiqueta, que aunque algo desdibujada, todavía podía adivinarse lo que ponía: Salamandre Urine. Un líquido lechoso con irisaciones verdes se movía perezosamente en su interior.

—Lo dejaré lejos del pan —murmuró Elaria, envolviéndolo con cuidado y guardándolo junto al resto de sus cosas.

Luego, Thiiriel y ella continuaron su camino en busca del Deep Reed.

Las sombras aún eran largas cuando cruzaron el paso del musgo azul, dejando atrás las agujas pétreas de la montaña. A sus pies, el sendero descendía hacia una extensa planicie donde las aguas de la primavera aún luchaban por abrirse paso entre las capas de escarcha.

El Lago del Deshielo no era un solo cuerpo de agua, sino una constelación de charcas, grietas y corrientes subterráneas. A lo lejos, algunos árboles aún mostraban las marcas de antiguos inviernos, con la corteza rajada por el frío acumulado.

Elaria resbaló un par de veces en el lodo, y Thiriel ya no volaba: caminaba con las alas plegadas, sus escamas opacas de cansancio, pero sin dejar de vigilar el horizonte.

—Solo uno más —dijo ella, más para sí que para su compañero—. Uno más y volvemos a casa.

El viento soplaba bajo, constante, y el lago parecía más un espejo manchado que una superficie viva. Thiriel avanzaba sin hacer ruido, sus patas hundiéndose en el barro helado, mientras Elaria revisaba la línea costera, buscando la mancha oscura del Deep Reed entre las aguas someras.

Rodearon la orilla sur del lago, y allí, en una hondonada donde el hielo persistía bajo una capa fina de agua, la tierra parecía más gris. Elaria se arrodilló y hundió lentamente una mano enguantada entre las grietas sumergidas. Sacó un manojo con sumo cuidado. Aquel tipo exacto de caña solo crecía donde las temperaturas eran inestables.

Thiriel se agachó junto al agua. Bebió solo un poco y con un gesto de disgusto la escupió casi inmediatamente mientras miraba a Elaria con el hocico manchado de barro claro.

—Este agua no se puede beber.

Apothecaria. Partida 1. Semana 4. Ingrediente

Elaria guardó el atado de juncos en un estuche de arcilla húmeda, cuidadosamente cerrado con cera.

Ahora podían volver.

La vuelta a casa y la preparación

La puerta se cerró con un golpe suave tras ellas. Dentro, el aire olía a papel seco, a piedra fría y a tomillo. Thiriel se acomodó de inmediato junto al hogar, sacudiéndose el lodo de las patas con un gruñido bajo. Elaria colgó la capa empapada en el perchero, se lavó las manos con vinagre de romero, y encendió dos velas más. La luz osciló sobre las paredes, proyectando la sombra temblorosa de su zurrón sobre la mesa de trabajo.

Una por una, colocó las bolsas con los ingredientes recolectados y se recogió el cabello, encendió el alambique y preparó el mortero. El procedimiento era simple, pero laborioso.

El mortero recibió primero los Nest Scraps, triturados con cuidado. La textura se volvió fina, casi como ceniza gruesa. Vertió el resultado en una taza de loza y lo cubrió con una gasa.

Luego, colocó las hojas de Cynic Ivy en una olla de fondo plano con agua del aljibe, a fuego muy bajo. Al cabo de unos minutos, el líquido se tornó opalescente, luego mate. Una ligera nube gris se elevó y se pegó al techo. retiró el caldero y lo dejó enfriar junto al alféizar. No debía mezclarse hasta que la temperatura bajara.

El Deep Reed, el último ingrediente, también se trituraba. A medida que lo aplastaba, el junco exudaba un aceite rojizo, espeso, que Elaria recogió con una cuchara de hueso y vertió lentamente en la mezcla tibia de Cynic Ivy.

Finalmente, integró el polvo de Nest Scraps.

El resultado fue una infusión densa, ocre opaco, con un ligero brillo.

Elaria se quedó mirándola un instante. Luego tomó una pequeña botella de cristal negro y la llenó cuidadosamente, dejando que el último hilo se deslizara sin tocar el borde.

La selló con cera de lavanda y la marcó con la runa del «regreso voluntario».

Mañana mismo iría a casa de su prima para entregársela, pero ahora, tenía que descansar.

La entrega

El camino hasta el Valle Bajo estaba húmedo, bordeado por árboles que aún goteaban la lluvia de la noche anterior. El cielo no había terminado de decidir si amanecía o no. Thiriel caminaba a su lado. El camino era largo, así es que cuando vieron la casa de Aelwen el sol ya empezaba a ponerse.

La casa de Aelwen se levantaba sobre una pendiente de hierba empapada, con las ventanas cerradas y los postigos atados con cuerda. Había salvia colgada del dintel y tierra negra en el umbral.

Alwen estaba fuera, sentada en una silla baja junto a la puerta, con el cabello suelto y una cara de extremo cansancio mezclada con preocupación. Cuando vio a Elaria, se puso en pie y se acercó a ella casi corriendo.

—¿Lo tienes? —preguntó.

Elaria asintió y sacó de su bolsa la pequeña botella de cristal negro.

Aelwen la miró, pero no hizo ningún ademán de cogerla. Simplemente le dijo a Elaria:

—Está arriba. No ha hablado desde anoche.

Apothecaria. Partida 1. Semana 4. La casa de la prima

Eso fue suficiente. Elaria subió los escalones de madera con cuidado. A cada paso que daba, el piso crujía bajo sus pies, que sonaba a escándalo en el silencio que reinaba en la casa. La habitación de Seilan estaba en penumbra, con las cortinas cerradas. El chico, de unos dieciocho años, yacía sobre las mantas, despierto, pero inmóvil. Sus ojos estaban abiertos y clavados en el techo, mirando fijamente a las vigas.

Elaria se sentó a su lado y habló en voz baja.

—No sé si aún estás del todo aquí, pero si queda una parte de ti que quiera volver, esta es tu oportunidad.

Le ayudó a incorporarse ligeramente y le dio la poción. No opuso resistencia, solo bebió, y al hacerlo, cerró los ojos. Lentamente, sus músculos se relajaron. Sus labios, que habían estado tensos, se ablandaron y se llevó una mano a la frente, como si despertara de un sueño largo y confuso.

—Tengo frío —susurró, por fin.

Elaria lo cubrió con una manta extra, sin decir nada, y se sentó a su lado. Aelwen subió al cabo de un rato, y Elaria le dijo que pasara. Ninguna dijo nada, pero la cara de su prima se suavizó al ver que su hijo estaba durmiendo con una expresión apacible en el rostro.

Thiriel, mientras tanto, se quedó en la entrada de la casa descansando del viaje. El viento movía las ramas con suavidad mientras la tarde comenzaba a desvanecerse. Nada había cambiado en el valle.

Cuando la noche ya era cerrada, Thiriel permanecía echado en la entrada, despierto, con las alas plegadas y la mirada fija en la oscuridad que bajaba del sendero norte.

Cuando la sintió, no se movió. La figura emergió como una bruma: delgada, envuelta en un vestido vaporoso de lino oscuro que no tocaba el suelo, con el cabello suelto y los ojos brillando más de lo que la noche permitía. No caminaba sino que se deslizaba, como si el suelo no fuera asunto suyo.

Al ver a Thiriel, se detuvo.

—No vengo a hacerle daño —murmuró, con una voz que sonaba dulce y melosa—. Solo quiero ver a mi amante, solo unas palabras. Lo extraño tanto… y él seguro que también me echa mucho de menos. Su ventana está cerrada… ¡déjame pasar, por favor!

Thiriel no se levantó. Solo estiró una garra y raspó con ella el umbral de piedra, marcando la línea entre la oscuridad y la casa.

—No eres bienvenida. —dijo con voz clara.

La figura avanzó un paso, sonriendo solo con los labios, mientras movía sus manos fabricando un conjuro y hablaba con esa voz dulce y embriagadora.

—Es amor, aunque tú no lo entiendas, criatura pequeña.

Apothecaria. Partida 1. Semana 4. La vampiresa

Afortunadamente, Thiriel era un dragón y por su naturaleza, era inmune a los conjuros. Abrió las alas con lentitud, como quien se despereza en medio de un sueño, mientras la miraba de frente, sin parpadear. Sus pupilas se tornaron verticales y su voz, aún baja, resonó como si viniera de un lugar más profundo que su garganta.

—No eres bienvenida. — repitió.—Y si te vuelvo a ver por aquí, desataré el nombre con el que se cerraron las criptas de silabarios en ruinas. No habrá umbral ni río ni niebla que te esconda.

La sonrisa se deshizo. Por un instante, solo un instante, la vampiresa pareció recordar que estaba tratando con un dragón y un gesto de frustración recorrió su rostro. Retrocedió sin una palabra, dio media vuelta y se desvaneció en la noche, como si hubiese sido aspirada por la niebla.

Thiriel se acomodó de nuevo en la piedra caliente. Pero no cerró los ojos hasta el alba.

A la mañana siguiente, cuando el sol regaba con su luz los campos, Elaria y Aelwen bajaron juntas las escaleras. Seilan seguía dormido, con respiración tranquila y el color volviendo a sus mejillas con lentitud. Ninguna quiso despertarlo.

En la cocina, Thiriel esperaba junto al hogar. Al verlas, se desperezó, se acercó, y ladeó la cabeza con expresión seria.

—Vino anoche —dijo simplemente—. La que lo marcó. Intentó entrar, pero me aseguré de que no vuelva por aquí.

Aelwen se llevó una mano al pecho, pero ninguna preguntó nada más.

El diario

Elaria había llevado su diario consigo. La cabaña olía a leña vieja, a lino seco y a incienso. Thiriel dormía encogido en un almohadón, respirando con suavidad, sin moverse siquiera cuando ella cerró la puerta tras de sí.

Su prima le había dejado su dormitorio para que descansara mientras ella dormía en la habitación con su hijo. Elaria no encendió velas. Se descalzó, dejó caer la capa en la silla más cercana y se tumbó en la cama sin siquiera quitarse la ropa. Durmió 21 horas seguidas.

Cuando despertó, la luz que entraba por la ventana tenía el color meloso del amanecer. Afuera cantaban los mirlos. El mundo no se había detenido. Tampoco ella.

Thiriel estaba enrollado junto a la ventana, con un ojo abierto y la cola dando golpecitos perezosos contra el alféizar.

Cuando bajó a la estancia común estaba sola. Con la confianza que da la familia, encendió el fuego, se preparó una infusión de té margo y sacó su cuaderno de hojas cosidas a mano.

Luego, guardó su cuaderno, y se puso a mirar tranquilamente por la ventana.

Descanso

Aelwen abrió la puerta esa mañana sin decir palabra, con el cabello suelto y preparó dos tazas de infusión humeante y las puso sobre la mesa.

—Tengo una cama extra —dijo simplemente—. Y un hijo que aún no recuerda cuál es su nombre favorito.

Elaria no regresó a su cabaña.

El primer día, Seilan pasó la mayor parte del día durmiendo. Respiraba con dificultad, pero ya no murmuraba en sueños. Aelwen tejía junto a la chimenea, en la misma silla que usaba su madre. Elaria revisó sus notas, limpiando las herramientas con paños calientes y sin decir una sola palabra.

No fue incómodo.

Por la tarde, juntas limpiaron la parte trasera de la casa. Los helechos se habían enredado en la canaleta, y las raíces amenazaban con abrir grietas en la piedra. Aelwen mencionó una planta que solo crecía al borde del arroyo y que su madre solía usar contra la fiebra húmeda. Elaria no la recordaba, pero se la apuntó.

Seilan bajó las escaleras al atardecer. Comió solo una cucharada de sopa, pero lo hizo sin que se lo pidieran.

A la mañana siguiente hicieron pan. Aelwen amasaba con fuerza; Elaria medía el agua con paciencia. Seilan permaneció en el umbral, observando en silencio. Cuando el pan estuvo listo, se quedó con el extremo más tostado.

—No es como el de un buen panadero… —dijo Aelwen al probarlo.

—Tampoco está tan mal —respondió Elaria.

Ambas rieron con ganas, y Seilan sonrió. Fue una sonrisa pequeña, pero esperanzadora.

Esa noche, frente al fuego, Aelwen habló.

—El padre de Seilan no era fuerte, y como muchos otros, se rompió por dentro. Fue cuestión de meses que se fuese para no volver.

Elaria no dijo nada, escuchándola en silencio y dejándola hablar.

—Siempre temí que él heredara eso.

—Tal vez —dijo Elaria—. Pero ahora está aprendiendo a ser fuerte.

Al día siguiente, limpiando un armario antiguo, Elaria encontró una caja de madera encerada. Dentro, había frascos de vidrio cubiertos por telas secas, viejos tónicos y recetas escritas a mano.

—Son de mi madre —dijo Aelwen, acercándose—. Pensé que los había perdido.

Elaria pasó la tarde catalogando las fórmulas. Algunas eran idénticas a las suyas, pero otras le eran totalmente desconocidas. Las copió en algunas hojas sueltas para llevárselas a casa.

Esa misma tarde, Seilan pronunció su nombre con voz firme. Se lo dijo a Thiriel, que dormía al sol con la cola enrollada. Elaria lo oyó desde la ventana, sin hacer comentario alguno. Aelwen la abrazó, con las lágrimas saltadas.

Poco a poco, todo estaba volviendo a la normalidad.

El sendero de regreso a la cabaña estaba cubierto de musgo reciente y ramas caídas. El sol de primavera se filtraba entre las hojas nuevas, lanzando manchas doradas sobre la tierra húmeda. Thiriel caminaba a su lado, sin volar, como siempre hacía cuando ella no tenía prisa.

Elaria no había dicho nada desde que dejaron la casa de Aelwen atrás.

—¿Sabes? —dijo, al fin, sin mirar al dragón—. Hay cosas que no se curan con plantas.— Thiriel ladeó ligeramente la cabeza, sin detenerse. —No estoy diciendo que la poción no hiciese efecto. Funcionó. — Volvió a callar un rato, poniendo en orden sus ideas. El bastón crujió sobre una raíz. —Pero también vi a Aelwen. Dormía en una silla, con el rostro hundido entre las manos, aterrada por el futuro de su hijo.— Thiriel se adelantó un poco, saltó sobre una piedra plana, y esperó. —Yo también tengo miedos —dijo Elaria al alcanzarlo—. No de los vampiros, ni de los bosques oscuros. Tengo miedo de que un día me encuentre con un paciente… y me recuerde a mí.

El dragón no respondió. Pero emitió un leve sonido, algo entre silbido y ronroneo. Elaria sonrió.

—Pero hoy no. Hoy estoy feliz por mi prima y su hijo.

El resto del camino lo hicieron en silencio.

Al llegar a casa, la puerta cedió con el mismo chirrido de siempre, la mesa seguía cubierta por las manchas de la última mezcla y el pañuelo colgado junto al hogar se había secado completamente.

Thiriel dio una vuelta entera en su rincón favorito antes de echarse como si no se hubiera ido nunca. Elaria abrió una de las ventanas para dejar entrar la luz. Luego colgó su capa mojada, retiró la tapa del caldero vacío y volvió a colocar los frascos en su lugar.

Solo entonces, con un suspiro profundo, dijo:

—Estamos de vuelta.

Menos mal que nos ha dado tiempo de salvar al chico… sino, no sé que hubiese podido pasar con la prima…

Hasta luego, gente!

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